Estoy sentada y lo veo jugar. Va de un lado a otro en su
misión de explorador. Se sube trabajosamente a las patas de mi silla giratoria
y cuando lo consigue vuelca sobre ella, le gusta balancearse. Continúa su
búsqueda, se pasea por todos los rincones, a veces resbala y se cae un poco de
lado, creo que cojea de una pata, cansado viene a mis pies. Se acerca sigiloso,
cada vez un poquito más hasta que confiado se refugia a mi lado con su pequeña
patita en mi zapatilla. Me levanto y se despierta, me persigue, inspecciona el
entorno en el que estamos, nunca se aleja demasiado. Vuelvo a mi silla y él
conmigo. Ahora juega pon los pompones blancos que cuelgan de mis zapatillas y
siento que este pequeño intruso podría formar parte de mi vida.
El teléfono no para de sonar. Los mensajes se me
amontonan. Tengo tanto trabajo que me planteo seriamente si podré cuidar de él,
no sé si estaré preparada para este cambio en mi vida. Más trabajo… Me mira y
sonrío, es enternecedor.
Una llamada inesperada me avisa de que alguien está
interesado, me lo pienso, sopeso los pros y los contras. Decido que no estoy
preparada para esta responsabilidad y que lo mejor será entregarlo antes de que
sea demasiado tarde.
Mientras conduzco mi corazón se acelera, tengo un nudo en
el estomago y siento ganas de dar media vuelta. No, he de ser consecuente con
mis actos. Llego a mi cita y me pregunto por qué estoy allí. Siento un dolor en
el pecho que trato de paliar, no sé cómo. Me doy cuenta ahora de que he venido
tan concentrada en mis pensamientos que ni siquiera he puesto música. Para qué,
no tiene sentido cuando te sientes tan triste. Su nuevo dueño se dirige a mí y…
¡Esto no debería ser así! ¡Esto debería ser algo natural! Al entregárselo en su
pequeña caja de cartón improvisada, siento congoja y todas las lágrimas en mis
ojos. Abrimos la caja y está allí, acurrucadito entre la camiseta que le puse
para sentirse seguro.
Su nuevo dueño me mira un poco incrédulo, está dudando de
mis intenciones, le desconcierto. Supongo que se pregunta por qué se lo doy si me da tanta pena. Trato de justificarme aunque no engaño a nadie, sólo intento engañarme a mí misma.
Subo de nuevo al coche camino a casa y ahora sí soy
consciente de que no escucho música, no me apetece. Sola, con mi sentimiento de
tristeza, pienso cómo ese pequeño gato abandonado, con su pequeña cojera y su
carita triste, al que no supe dar
nombre, ha podido cautivarme de esa manera.
Llego a casa y miro el reloj. Se ha parado
Imagen: Paola Peinado